La arquitectura emocional del poder ruso
Exportar emociones
Cómo Rusia proyecta nostalgia, identidad y memoria soviética para influir en países vecinos y expandir su poder geopolítico.
En gran parte del espacio postsoviético, la nostalgia por la URSS sigue siendo un recurso político maleable y poderoso. Para sectores significativos de la población en países como Moldavia, Armenia, Kirguistán o Kazajistán, la era soviética no se recuerda como un período de opresión, sino como una época de estabilidad, seguridad social y prestigio internacional. Rusia explota metódicamente este sentimiento a través de un ecosistema de medios en ruso, líderes de opinión afines, acuerdos culturales y una narrativa que presenta a Moscú como el "heredero legítimo" de aquella grandeza perdida. Instituciones como Rossotrudnichestvo (la Agencia Federal para la Cooperación Humanitaria Internacional) y sus "Casas Rusas" en el extranjero son nodos clave en esta red, promoviendo la lengua, la historia compartida y una visión del mundo alineada con el Kremlin. Estudios como los del Carnegie Endowment for International Peace han analizado esta política de "poder blando" cultural.
Sin embargo, esta exportación emocional alcanza su máxima intensidad en tiempos de crisis. Cuando estallan conflictos —como en Georgia en 2008 o Ucrania desde 2014—, el Kremlin activa un repertorio narrativo de alta carga afectiva: la victimización ("Occidente nos acorrala"), la legitimidad histórica ("estas tierras siempre fueron nuestras") y el deber de protección ("defendemos a los rusoparlantes y compatriotas"). Estas emociones, articuladas en discursos clave como el de Vladimir Putin sobre la unidad histórica de rusos y ucranianos (2021), no solo buscan justificar acciones militares domésticamente; pretenden **resonar en audiencias externas** que comparten vínculos lingüísticos, familiares o identitarios con Rusia, fracturando la cohesión social y política del país objetivo. El uso del concepto "mundo ruso" (Russkiy Mir) es central en este marco ideológico.
El mecanismo se sustenta en un arsenal de herramientas híbridas. Medios internacionales como RT (antes Russia Today) y Sputnik, redes de ONG, partidos políticos aliados y campañas digitales masivas amplifican estos mensajes. El objetivo último no es ganar un debate de ideas, sino generar estados de ánimo: desconfianza hacia Occidente y las élites locales, simpatía hacia Moscú, y una nostalgia activa que traduzca el recuerdo en lealtad política. Informes de la UE sobre desinformación han documentado extensamente estas tácticas.
Es crucial matizar que esta estrategia no recibe una acogida uniforme. Su eficacia es mayor entre poblaciones mayores, comunidades rurales o regiones industriales vinculadas al pasado soviético. Frente a ella, élites jóvenes y urbanas en países como Georgia o los estados bálticos han construido sus identidades nacionales precisamente en oposición a este relato, generando un antirrusismo defensivo. Rusia, así, libra una batalla por la hegemonía emocional en su periferia. Encuestas del Pew Research Center muestran la marcada división generacional en la percepción de Rusia.
¿Qué sucede cuando un Estado convierte sus emociones —y las de sus vecinos— en un instrumento de poder? Se borra la línea entre la cultura y la coerción, entre la memoria colectiva y la manipulación estratégica. El resultado es una esfera de influencia asimétrica donde la lealtad se mide no solo por intereses, sino por la intensidad de un sentimiento cultivado. Rusia no solo exporta gas; exporta un relato afectivo que promete pertenencia, restauración del orgullo y un lugar en un mundo multipolar. La pregunta decisiva es: ¿puede cimentarse un proyecto de poder duradero sobre los pilares de la nostalgia, o este imperio emocional acabará revelando los límites de un poder que se proyecta más como un fantasma del pasado que como una promesa de futuro?
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