Los Garífunas: Sobrevivientes de tres expulsiones que aún luchan por existir

La comunidad que nadie quiere en su tierra

Comunidad garífuna durante ceremonia de Yurumein conmemorando la llegada de sus ancestros a Honduras en 1797
Wikimedia Commons

En marzo de 2024, mientras el mundo celebraba avances en derechos humanos, agentes de la Policía Nacional de Honduras junto a grupos armados intentaron desalojar ilegalmente a miembros de la comunidad garífuna de Triunfo de la Cruz que estaban recuperando sus tierras ancestrales en Wani Le. No era la primera vez. Ni sería la última.

Seis días después, el 9 de marzo, durante una protesta pacífica para denunciar la violencia y exigir el cumplimiento de sentencias internacionales a su favor, hombres armados desconocidos intentaron atropellar a los manifestantes garífunas. En abril del mismo año, durante la conmemoración de los 227 años de llegada del pueblo garífuna a Honduras, 48 comunidades marcharon hasta Tegucigalpa exigiendo lo que les han negado por siglos: el derecho a existir en su propia tierra sin ser expulsados, despojados o asesinados.

La historia de los garífunas es la historia de un pueblo que ha sobrevivido a tres expulsiones violentas. La primera, de África hacia las plantaciones esclavistas del Caribe. La segunda, de la isla de San Vicente hacia las costas de Honduras. Y la tercera, la que viven ahora: expulsados de sus territorios ancestrales por proyectos turísticos, plantaciones de palma africana, narcotráfico y Estados que los ven como obstáculos al "desarrollo". Un pueblo que resistió el colonialismo europeo pero que aún no ha logrado liberarse del colonialismo interno de las repúblicas centroamericanas.

El nacimiento de un pueblo en la resistencia

La historia garífuna comienza con un naufragio y una alianza. En 1635, dos barcos españoles que transportaban esclavos africanos desde Nigeria naufragaron cerca de la isla de San Vicente, en el Caribe oriental. Los africanos sobrevivientes nadaron hasta la costa, donde encontraron a los pueblos indígenas que habitaban la isla: los caribes rojos y los arahuacos.

Lo que ocurrió después desafía las narrativas coloniales sobre la esclavitud. Los africanos no fueron esclavizados nuevamente. Fueron recibidos. Los caribes, que ya resistían la colonización europea, vieron en los africanos náufragos potenciales aliados. Con el tiempo, más africanos escaparon de las plantaciones de islas vecinas y encontraron refugio en San Vicente. Ocurrieron matrimonios mixtos. Se compartieron idiomas, conocimientos de pesca y agricultura, tradiciones espirituales y músicas.

De esta mezcla única entre africanos y caribes nació el pueblo garífuna, también conocidos como "caribes negros". El nombre deriva de "kalipuna", término que los caribes usaban para referirse a sí mismos. Su idioma es una fascinante fusión de lenguas arahuacas con influencias africanas, y más tarde españolas y francesas. Su cultura integró la espiritualidad africana con las prácticas de pesca y agricultura caribeñas. Su identidad se forjó en un acto de resistencia: eran hombres y mujeres libres en un mundo de plantaciones esclavistas.

Para el siglo XVIII, San Vicente se había convertido en un enclave de libertad que amenazaba el sistema colonial. Las potencias europeas lo sabían. Los garífunas no solo se negaban a ser esclavizados, sino que además ofrecían refugio a esclavos fugitivos. Su sola existencia era una provocación al orden colonial.

La guerra por San Vicente y la primera expulsión

En 1763, el Tratado de París otorgó a Inglaterra la posesión de San Vicente. Los colonos británicos llegaron ávidos de tierras fértiles para plantaciones de caña de azúcar. Pero San Vicente ya estaba habitada. Los garífunas no tenían intención de ceder sus tierras ni de convertirse en mano de obra para las plantaciones británicas.

Lo que siguió fue inevitable: la guerra. Los garífunas, aliados con los franceses que también disputaban el control de la isla, libraron lo que los británicos llamaron la "Primera Guerra del Caribe". La independencia de las Trece Colonias en 1776 debilitó temporalmente a Inglaterra, permitiendo que los garífunas recuperaran el control de San Vicente entre 1779 y 1783. Pero la victoria fue efímera.

En 1795, los británicos regresaron con una fuerza militar abrumadora comandada por el general Ralph Abercromby. La resistencia garífuna fue liderada por Joseph Chatoyer, considerado héroe nacional garífuna, y su medio hermano Du Valle. Pelearon durante meses en una guerra de guerrillas desde las montañas. Pero la superioridad militar británica era insuperable. Chatoyer fue asesinado en batalla. La resistencia colapsó.

En 1796, los británicos capturaron a 5,000 garífunas y los deportaron a la pequeña isla de Baliceaux, entre San Vicente y Granada. Era una isla de apenas 130 hectáreas, sin recursos para sostener vida humana. Las condiciones eran deliberadamente letales. Más de la mitad murió de hambre, sed, enfermedades y exposición a los elementos en seis meses. Fue un intento de genocidio.

Los 2,026 sobrevivientes fueron embarcados nuevamente, esta vez hacia Roatán, una isla frente a las costas de Honduras, donde fueron abandonados el 12 de abril de 1797. Según la leyenda, los garífunas escondieron raíces de mandioca entre sus ropas durante el cautiverio. El sudor de los cuerpos hacinados mantuvo las raíces húmedas. Al llegar a Roatán, las plantaron. La mandioca creció. Sobrevivieron.

La llegada a Centroamérica y la búsqueda de tierra

Roatán resultó ser inhóspita. La tierra no era fértil. No podían reproducir su modo de vida. En 1797, con la aprobación del gobierno español que entonces controlaba Honduras, muchos garífunas migraron a tierra firme. Así comenzaron a fundar comunidades a lo largo de la costa caribeña de lo que hoy son Honduras, Guatemala, Belice y Nicaragua.

En 1802, un barco garífuna procedente de Roatán desembocó en el Río Dulce de Guatemala, estableciendo lo que eventualmente se convertiría en Livingston, nombrada así en honor al legislador estadounidense Eduardo Livingston. Las comunidades garífunas se dedicaron a la pesca, la agricultura de subsistencia y el comercio costero. Mantuvieron su idioma, sus danzas, su música de tambores y sus tradiciones espirituales que honraban tanto a ancestros africanos como caribes.

Durante el siglo XIX y principios del XX, los garífunas vivieron relativamente aislados en las costas caribeñas. Las nuevas repúblicas centroamericanas, concentradas en sus capitales del Pacífico y las tierras altas, los ignoraron en gran medida. Pero ese aislamiento no duraría. A medida que las costas caribeñas se volvieron económicamente atractivas por sus recursos naturales y potencial turístico, los garífunas descubrieron que su historia de expulsiones no había terminado.

La tercera expulsión: el despojo contemporáneo

La Organización Fraternal Negra Hondureña (OFRANEH), principal organización de defensa de derechos garífunas, ha caracterizado lo que ocurre actualmente como la "tercera expulsión". No es una deportación masiva en barcos como en 1797, pero el resultado es el mismo: comunidades garífunas siendo desplazadas de sus territorios ancestrales.

El despojo actual tiene múltiples caras. En Honduras, donde vive la mayor población garífuna estimada en 50,000 a 100,000 personas, sus territorios costeros han sido invadidos sistemáticamente por proyectos turísticos de capital canadiense y estadounidense. Banana Coast, Carivida Villas, Njoy Trujillo Beach Residences, Marea Honduras: desarrollos turísticos que rebautizaron el territorio garífuna como la "Pequeña Canadá". Las playas donde los garífunas pescaron durante siglos ahora tienen letreros de "propiedad privada".

Las plantaciones de palma africana se expandieron agresivamente sobre tierras comunales garífunas, muchas veces mediante compras fraudulentas o invasiones directas con protección de fuerzas de seguridad privadas. Las comunidades perdieron acceso a tierras agrícolas y a áreas de pesca tradicional. En zonas como Nueva Armenia, hileras interminables de palma africana reemplazaron la agricultura diversificada garífuna.

Los proyectos de "conservación" también se convirtieron en mecanismos de despojo. En 1993 se creó la Fundación Cayos Cochinos supuestamente para proteger territorio natural. En realidad, excluyó sistemáticamente a las comunidades garífunas que habían habitado y cuidado esas áreas durante generaciones. El Estado hondureño facilitó que la Fuerza Naval, mediante esta fundación, restringiera el acceso garífuna a recursos pesqueros esenciales para su supervivencia.

El narcotráfico completó el cerco. Grupos criminales se apoderaron de territorios costeros garífunas para operaciones de tráfico de drogas. Las comunidades quedaron atrapadas entre el crimen organizado y las fuerzas de seguridad del Estado que a menudo son cómplices o responden con militarización que criminaliza a las comunidades mismas.

El resultado ha sido masivo: más de 100,000 garífunas han emigrado a Estados Unidos desde los años 90, estableciendo comunidades en Nueva York, Miami, Houston, Nueva Orleans y Los Ángeles. La migración garífuna es desplazamiento forzado. Se van porque ya no pueden vivir en sus tierras. Porque el Estado no titula sus territorios. Porque la discriminación racial les cierra oportunidades. Porque sus líderes son asesinados o desaparecidos.

La lucha legal y la impunidad que persiste

En 2015, la Corte Interamericana de Derechos Humanos (Corte IDH) emitió una sentencia histórica en el caso de la comunidad garífuna de Punta Piedra. La Corte ordenó al Estado hondureño reconocer el derecho de las comunidades garífunas al ejercicio efectivo sobre sus territorios, titularlos, delimitarlos, demarcarlos y reparar a las víctimas. Dos sentencias más seguirían para las comunidades de Triunfo de la Cruz y Cayos Cochinos.

Pasaron casi diez años. El Estado hondureño no cumplió. Las tierras no se devolvieron. Los títulos no se emitieron. Las reparaciones no llegaron. Mientras tanto, la violencia contra defensores garífunas de tierras continuó. En julio de 2020, en plena pandemia de COVID-19, cuatro líderes garífunas —Suami Mejía, Albert Snider Centeno, Milton Martínez y Gerardo Mizael Róchez— fueron secuestrados por hombres armados. Nunca aparecieron. Las investigaciones no avanzaron.

Miriam Miranda, directora de OFRANEH, ha denunciado sistemáticamente amenazas contra su vida. En 2024 recibió múltiples intimidaciones. No es la única. Decenas de líderes comunitarios garífunas enfrentan criminalización, juicios fabricados, detenciones arbitrarias. El mensaje del Estado es claro: quienes defienden territorio garífuna son tratados como delincuentes.

En febrero de 2024, bajo presión internacional y después de casi una década de incumplimiento, el gobierno hondureño finalmente creó la Comisión Intersectorial de Alto Nivel para el Cumplimiento de las Sentencias Internacionales (CIANCSI). Su mandato es implementar las sentencias de la Corte IDH. Mabel Robledo, líder del Comité de Defensa de Tierras de Nueva Armenia, fue directa: "Si no se cumple la sentencia, nosotros la vamos a hacer cumplir".

Pero incluso con la CIANCSI funcionando, las violaciones continúan. En septiembre de 2024, el Primer Encuentro de Patronatos Garífunas de Honduras reunió a casi 50 comunidades que firmaron una declaración denunciando "exclusión social, racismo institucionalizado, discriminación racial que produce y agudiza la condición de marginación e invisibilización". Las comunidades exigieron ser incluidas en la Comisión, respeto a la tenencia de tierra, el retiro de proyectos extractivos de sus territorios y el cese de la criminalización.

El racismo que nadie quiere nombrar

"He escuchado que la exclusión y el racismo han desaparecido y forman parte del pasado como el sistema que lo engendró, el colonialismo", declaró Belinda Portillo, directora de Plan Internacional Honduras, en 2018. "Sin embargo, la exclusión y la desigualdad contra las poblaciones minoritarias existe y forma parte de la vida cotidiana".

El racismo contra los garífunas en Centroamérica es sistemático pero negado. En países que se piensan a sí mismos como mestizos e indígenas, lo afrodescendiente es borrado o exotizado. Los garífunas son folclor para festivales turísticos pero ciudadanos de segunda clase en la práctica cotidiana.

Las estadísticas son brutales. Las comunidades garífunas tienen las tasas más altas de pobreza, los peores accesos a educación y salud, y los mayores niveles de migración forzada. Las niñas garífunas, como señaló un informe de Plan Internacional, son "doblemente excluidas y marginadas": enfrentan discriminación por ser afrodescendientes y por ser mujeres. "Cuando nace una niña garífuna es casi seguro que a temprana edad quedará embarazada y abandonada, deberá salir a la calle a enfrentar la vida y sobrellevar la discriminación que abarca todos los ámbitos".

El sistema educativo falla deliberadamente a las comunidades garífunas. Las escuelas llegan tarde y mal equipadas. El currículum ignora la historia y cultura garífuna. El idioma garífuna no se enseña formalmente a pesar de ser reconocido por la UNESCO como Patrimonio Cultural Inmaterial de la Humanidad desde 2001. La cultura garífuna es celebrada en discursos oficiales pero no se invierte en su preservación real.

La resistencia que no cesa

A pesar de todo, los garífunas resisten. Su cultura sigue viva en la punta, el baile de tambores y maracas que sacude el cuerpo y conecta con ancestros. En el yancunú, danza masculina con disfraces que rememora batallas históricas. En el garaon, el tambor sagrado que marca ritmos que cuentan historias de África, San Vicente y Centroamérica. En las ceremonias de dugú, rituales espirituales que honran a los ancestros y piden su guía.

La resistencia garífuna es también política y legal. OFRANEH ha llevado al Estado hondureño tres veces ante la Corte IDH y ha ganado las tres. Cada 12 de abril, las comunidades garífunas de Honduras, Guatemala, Belice y Nicaragua conmemoran su llegada a Centroamérica con el ritual de Yurumein, donde recrean el arribo de sus ancestros. Cada 26 de noviembre celebran el Día Garífuna. Son actos de memoria y reafirmación: seguimos aquí, seguimos siendo garífunas, no nos han borrado.

Artistas garífunas como Andy Palacio y Aurelio Martínez llevan la música garífuna al mundo. El proyecto Umalali, integrado por mujeres garífunas, preserva y difunde canciones tradicionales. Escritores como Salvador Suazo y Wingston González documentan la historia garífuna. Jóvenes garífunas usan redes sociales para denunciar el racismo y conectar con la diáspora en Estados Unidos.

En las comunidades, mujeres como Mabel Robledo lideran comités de defensa de tierra. Parteras preservan conocimientos ancestrales de salud. Pescadores mantienen técnicas tradicionales a pesar de las restricciones. Agricultores cultivan mandioca, ese tubérculo que sus ancestros rescataron del barco esclavista y que sigue siendo base de su alimentación.

La pregunta que Centroamérica no quiere responder

La historia garífuna expone una verdad incómoda sobre América Latina: el colonialismo nunca terminó, solo cambió de administradores. Los españoles y británicos que expulsaron a los garífunas de San Vicente en 1797 fueron reemplazados por Estados centroamericanos que continúan expulsándolos de sus territorios en 2024.

Las tres expulsiones garífunas son capítulos de la misma historia: un pueblo afroindígena que resistió la esclavitud, derrotó ejércitos coloniales, sobrevivió genocidios, fundó comunidades en tierra extraña, y aun así no se les permite existir en paz. Porque su existencia misma desafía narrativas nacionales. Porque sus territorios tienen valor económico. Porque el racismo persiste bajo otras formas.

Los garífunas tienen tres sentencias internacionales a su favor. Tienen reconocimiento de la UNESCO. Tienen leyes nacionales que supuestamente protegen sus derechos. Y sin embargo, siguen siendo despojados, criminalizados, desaparecidos. ¿De qué sirven las sentencias si los Estados no las cumplen? ¿De qué sirve el reconocimiento cultural si se les niega el derecho al territorio? ¿De qué sirve la ley si la impunidad reina?

La lucha garífuna no es solo por tierra. Es por el derecho a existir como pueblo con cultura, idioma e identidad propias. Es contra un sistema que los quiere como folclor muerto en museos, pero no como comunidades vivas que reclaman autodeterminación. Es contra el racismo que niega que existe mientras perpetúa exclusión sistemática.

Mabel Robledo tiene una visión: "Un pueblo garífuna autosostenible, una comunidad con buena educación, salud y libertad para vivir del mar y la tierra como lo hemos hecho siempre, sin que nadie nos imponga nada". No está pidiendo nada extraordinario. Solo está pidiendo lo que los garífunas nunca han tenido: la paz de existir sin ser expulsados.

Tres expulsiones, 389 años de resistencia. La pregunta es cuánto tiempo más tendrán que resistir los garífunas antes de que América Latina enfrente su racismo, cumpla sus propias leyes, y deje de tratar a los afrodescendientes como obstáculos al progreso. La respuesta probablemente está en las calles, en las comunidades que siguen bloqueando carreteras, recuperando tierras, exigiendo justicia. Porque si algo ha demostrado la historia garífuna es que rendirse nunca ha sido una opción.


Este artículo forma parte de "Historias Olvidadas", una serie dedicada a rescatar las voces silenciadas de la historia y conectarlas con las luchas actuales.

Comentarios